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sábado, 30 de marzo de 2013

Capítulo 2

Cuatro de la madrugada, hora de levantarse y prepararse. Mi madre aún dormía, no quería despertarla, estaba muy cansada.
Era normal, había tenido que lidiar conmigo durante toda la semana. Merecía un poco más de descanso.
Me aventuré por el largo y estrecho pasillo de la casa, palpando las paredes para saber con exactitud en qué lugar se encontraban y no darme ningún golpe. Estaba todo muy oscuro…
Ley de Murphy, si algo puede salir mal, saldrá. Me di un tremendo golpe contra una de las esquinas en el dedo pequeño del pie.
Intenté despreocuparme del dolor, una tontería así no podía amargarme el futuro viaje.
Anduve hasta el cuarto de baño, hice un pis y volví al dormitorio nuevamente a oscuras. Fui directo al armario, busqué en él los vaqueros más caros que tenía y el polo más azul que encontré, pues este fue desde siempre mi color favorito. Miré el reloj de mi muñeca, decidí cronometrarme el tiempo para que no hubiera “disgustos”.
Habían pasado diez minutos, todo iba según lo previsto.
Encendí las luces del pasillo, entré al salón y decidí ver un poco la tele, tenía aproximadamente unos quince minutos para hacerlo.
Lógicamente, a aquellas horas no echaban nada interesante por la tele y para colmo de males, mi nerviosismo impedía que pudiera centrarme en cualquier otra cosa que no fuera el viaje.
Fui a por la maleta, se me ocurrió ponerla en el recibidor para tenerla más a mano a la hora de salir.
Sí, mis acciones en aquellos momentos eran las típicas idioteces que hace uno cuando se encuentra nervioso.
-Abuelito, ¿por qué estabas nervioso? –preguntó el pequeñín de la casa.
-¡Niño, no se interrumpe a los mayores! –gritó el padre de familia.
-Deja que pregunte, hijo, Alejandro está en la edad de preguntarlo todo, la edad de la curiosidad, donde quieres conocerlo todo, absorber como una gran esponja, asimilar todo conocimiento existente. La infancia, está para aprender y luego, para hacerte persona.
-Está bien, papá, -dijo resignándose el padre de los tres niños.
-Alejandro, me encontraba así porque nunca había salido de España, la situación económica de mi familia no era la mejor. Nos habíamos esforzado mucho para pagar aquel viaje. Yo por ejemplo había ahorrado durante el último año sacrificando muchas cosas, entre ellas, mi revista favorita.
Era de videojuegos y consolas.
A mí me fascinaba todo aquello, era un auténtico “friki” del tema.
Junto a los libros, era mi mayor afición.
Me encantaba porque, al igual que con las historias, mi imaginación volaba libre como un pajarillo. Evadirme del mundo real, despreocuparme de los problemas, de la sociedad, era lo que solía hacer a la edad de catorce, quince y dieciséis años, justo cuando ya empezaba a tener ideas propias y cuando me separé de la influencia que hacían sobre mí mis padres.
Fueron tantísimos los sacrificios.
Quizá demasiados.
Cuando quedaban diez minutos para las cinco, desperté a mi madre y le  pedí que me llevara al fin hacia el bus que mi instituto había contratado para empezar el viaje, mi viaje.

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