En total éramos unos sesenta y
pico, y por el momento yo solo conté unos veinte.
Realmente, empezaba a preocuparme.
Si mal no recordaba, el autobús rumbo al aeropuerto debía salir del pueblo en
aproximadamente media hora para llegar “bien”. Y con solo treinta minutos por
delante, ¿cómo la gente podía estar tan tranquila sin llegar con tan poquito
tiempo? Dios, cómo me estresaba la gente impuntual por aquellos tiempos, en mi
adolescencia la paciencia jamás de lo jamases fue mi virtud. Aunque, ahora que
lo pienso, quizá lo único que me pasara fuera que estaba demasiado nervioso por
viajar fuera de España. Decidí sentarme en la acera de la calle, y sacar mi mp4
para escuchar música. La verdad, me importaba bien poco qué canción escuchar,
solo quería matar el tiempo, por lo que di al aleatorio.
-Abuelito abuelito, ¿cómo se mata
el tiempo? –preguntó el pequeño Alejandro.
El anciano se echó a reír, y miró
a su nieto de forma tierna. El desparpajo de aquel niño enternecía al hombre y
le hacía sonreír, aún después de la muerte de su esposa.
-Alejandro, ven aquí, siéntate en
mi rodilla, te diré cómo se mata el tiempo y luego, los dos solos, saldremos
fuera y lo mataremos luego con tu pistolita de marcianitos, ¿vale?
El pequeño asintió con la cabeza y
se sentó en las faldas su abuelo, y dejó que le contara aquel “increíble”
secreto. Por si mente ya rondaba la idea de no decírselo nunca a sus amigos de
la escuela y así poder hacerlos rabiar siempre. Los niños de cinco años y sus
manías.
La cara del niño mostraba
desconcierto, parecía ser que las palabras de su admirado abuelo no eran
fáciles de entender. Su padre sabía bien qué sensación tenía el muchachito en
ese momento. Luca había sido educado por su padre y difunta madre de una forma
estricta, forma que un cualquiera jamás podría entender. Sí, Luca sabía que era
aquello que el niño estaba experimentando.
-Abuelito, ¡no me hagas cosquillas
con el bigote, fu! –chilló el pequeñín.
El abuelo ignoró las palabras del
nieto y le “atacó” con su bigote a la oreja. Pocas cosas gustaban al hombre más
que hacer enfadar al terremoto de la casa.
-¡Para abuelo! –gritó el niño
entre risas desternillantes.
Luca miraba la escena, contemplaba
lo bien que se le daban los niños a su padre. Su madre siempre decía que era un
hombre que jamás dejaba que un niño estuviera triste, pues, niños felices hacen
de la Tierra un lugar mejor para vivir. Y ella no se equivocaba.
-Abuelo, ¡yo también quiero! –dijo
abalanzándose sobre él Julia.
-Tranquila, tengo bigote para todos,
-se mofó el abuelo mientras hacía cosquillas en la nuca a cada uno de sus dos
nietos.
-Bah, niños y viejos, unos
flipando en colores y otros chocheando ya por culpa de los años, menos mal que con diecinueve años se
tiene la cabeza bien puesta, -comentó Leo.
-Los viejos a los que te refieres
fueron niños antes que tú. También adolescentes. Siéntete orgulloso de ellos
porque, de sus experiencias, de sus aventuras naciste tú, y ahora, en este
momento, gracias a ellos eres capaz de decir que son unos carcamales.
El comentario del nieto mayor
desagradó un poco al abuelo, y no dudó en darle una “lección” de las suyas.
-Perdona abuelo, no quería
ofenderte…
-No importa, pero recuerda que
nunca debes subestimar a un viejo. Es posible que alguno te esté acechando para
darte con el bastón.
La familia se echó a reír con
aquellas palabras. Sobretodo Leo, que veía que aquel viejo jamás podría
enfadarse con uno de sus nietos.
-Una cosa abuelo, ¿qué le dijiste
a Alejandro al final? –preguntó Julia interesada.
-¿Lo de cómo matar el tiempo?
-Sí, eso.
-Alejandro, corre, responde tú.
El pequeño jamás respondió a su
abuelo…al menos ese día. Se había quedado dormido encima del anciano. Eran las
23:43.
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