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martes, 7 de mayo de 2013

Capítulo 8


La música se apoderaba de mí, invadía mis sentidos, aquel grupo siempre sacaba mi lado místico. Miré a mi alrededor, sintiéndome “bien” conmigo mismo. El viento primaveral me daba en la cara, refrescando mis poros. Cogí aire para mis pulmones, que ayudados por el chicle de menta que saboreaba, me dejaron un sabor de boca muy placentero. La gente por fin empezaba a llegar, incluidos los profesores que se harían cargo de nosotros durante la estancia en Italia en toda esa semana. Antonio José, el que nos daba religión, nos hizo señas para que fuéramos donde él, donde dijo lo siguiente:
-Bien chicos, estamos a nada del que será el viaje de vuestras vidas, así que, procurad no meter mucho la pata y hacer caso a todo lo que os digamos. Podéis ir acercándoos al bus y dejar vuestras maletas en el maletero. Luego, montaros civilizadamente en él, por favor. No quiero ni uno de los atropellos a los que tenéis acostumbrados al centro en cada uno de vuestros viajes, ¿me oís?
Puede parecer que fuera el típico profe al que todo el mundo odia, pero era todo lo contrario. Antonio José o “Josi”, que era como todos nosotros le llamábamos, era un tipo estupendo y muy atento con nosotros. Era fácil encariñarse con él. Yo al menos sí lo apreciaba, por lo que sin pensarlo siquiera, me dirigí al bus rápidamente y dejé mi maleta donde me dijo, maleta que por cierto, era minúscula.
Días antes nos habían comunicado dentro del instituto que si la maleta superaba el peso y altura máximos estipulado por el aeropuerto, habría que facturarla y dejar que fuera en la bodega del avión. Mi madre, que era una enorme desconfiada, me dijo que no iba a dejar la maleta en un sitio donde no pudiera verla, así que, me tocó llevar una maleta con un enanismo importante. Cosas de madres…
Acto seguido, comenzó la estampida. ¿Qué estampida? Pues una de alumnos con feromonas lanzadas y deseosos de coger el mejor sitio del autobús. A mí me daba igual, pero no estaba por la labor de enfrentarme a empujones, pisotones e insultos varios para poder montarme, así que, esperé. Me entretuve hablando con la madre de una buena amiga mía, una excelente bióloga con la que compartía afición: La de los animales. Creo recordar que estuve hablando con ella de tigres siberianos. Era una excelente mujer, sin duda. Pasados unos diez minutos, cuando al fin ya casi todos mis compañeros se habían montado, besé a mi madre en la mejilla y me despedí de ella, también de mi amiga bióloga. Subí las escaleritas del bus. Ya estaba dentro. Lo primero que veían mis ojos era una auténtica jauría de adolescentes formando ruido. ¡Si pude ver incluso aviones de papel revoloteando!
También observé que aparte de los asientos de los profesores, quedaban tres asientos más. Uno estaba al principio, donde se sentaron los callados, los estudiosos, o por supuesto, los que querían dormir a toda costa sin que nadie les molestara. El siguiente se encontraba en el medio. Ahí es donde se sentaban los que no tenían “objetivo” marcado para el viaje hasta Málaga o claro, los que no saben lo que quieren, si dormir o escuchar el follón que montarían los siguientes. El tercer lugar estaba atrás del todo. Ahí era donde se sentaban los escandalosos, los que querían juerga y pasaban de dormir. Tenía claro que yo no me iba a poner ahí ni por todo el oro del mundo, así que, bien en el medio o bien delante.
Me senté en el medio. A mi lado, estaba sentado Emmanuel, un compañero de clase. Procedía de Argentina, y vino a España con la esperanza de una vida mejor con su familia. Para mí era todo un ejemplo, abandonar tu país de nacimiento, a tu familia casi al completo, renegar de tus raíces…debe ser duro, y con cinco años, pues bastante más. Como era argentino, dominaba el español perfectamente, lo que le vino de perlas para su integración dentro de nuestro grupo. Era un chaval majo a rabiar, por lo que estuvo en mi círculo de amigos hasta el fin. Le miré, temeroso de que tuviera ganas de charla, pues mi idea de viaje en autobús era escribir en el bloc de notas de mi smartphone hasta que el vehículo se parase. Por suerte, su lengua estaba muy lejos de allí, en el mundo de los sueños. Sí, este era de los del primer grupo: Los dormilones. Me alegré, pues era el perfecto compañero de viaje para ese momento, ya que me dejaría escribir sin que me molestase y sin que yo pudiera perturbar su sueño. Plan perfecto. Saqué mi móvil del bolsillo derecho del vaquero, y di rienda a la creatividad latente en mí.

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