La música se apoderaba de mí,
invadía mis sentidos, aquel grupo siempre sacaba mi lado místico. Miré a mi
alrededor, sintiéndome “bien” conmigo mismo. El viento primaveral me daba en la
cara, refrescando mis poros. Cogí aire para mis pulmones, que ayudados por el
chicle de menta que saboreaba, me dejaron un sabor de boca muy placentero. La
gente por fin empezaba a llegar, incluidos los profesores que se harían cargo
de nosotros durante la estancia en Italia en toda esa semana. Antonio José, el
que nos daba religión, nos hizo señas para que fuéramos donde él, donde dijo lo
siguiente:
-Bien chicos, estamos a nada del
que será el viaje de vuestras vidas, así que, procurad no meter mucho la pata y
hacer caso a todo lo que os digamos. Podéis ir acercándoos al bus y dejar
vuestras maletas en el maletero. Luego, montaros civilizadamente en él, por
favor. No quiero ni uno de los atropellos a los que tenéis acostumbrados al
centro en cada uno de vuestros viajes, ¿me oís?
Puede parecer que fuera el típico
profe al que todo el mundo odia, pero era todo lo contrario. Antonio José o
“Josi”, que era como todos nosotros le llamábamos, era un tipo estupendo y muy
atento con nosotros. Era fácil encariñarse con él. Yo al menos sí lo apreciaba,
por lo que sin pensarlo siquiera, me dirigí al bus rápidamente y dejé mi maleta
donde me dijo, maleta que por cierto, era minúscula.
Días antes nos habían comunicado
dentro del instituto que si la maleta superaba el peso y altura máximos
estipulado por el aeropuerto, habría que facturarla y dejar que fuera en la
bodega del avión. Mi madre, que era una enorme desconfiada, me dijo que no iba
a dejar la maleta en un sitio donde no pudiera verla, así que, me tocó llevar
una maleta con un enanismo importante. Cosas de madres…
Acto seguido, comenzó la
estampida. ¿Qué estampida? Pues una de alumnos con feromonas lanzadas y
deseosos de coger el mejor sitio del autobús. A mí me daba igual, pero no
estaba por la labor de enfrentarme a empujones, pisotones e insultos varios
para poder montarme, así que, esperé. Me entretuve hablando con la madre de una
buena amiga mía, una excelente bióloga con la que compartía afición: La de los
animales. Creo recordar que estuve hablando con ella de tigres siberianos. Era
una excelente mujer, sin duda. Pasados unos diez minutos, cuando al fin ya casi
todos mis compañeros se habían montado, besé a mi madre en la mejilla y me
despedí de ella, también de mi amiga bióloga. Subí las escaleritas del bus. Ya
estaba dentro. Lo primero que veían mis ojos era una auténtica jauría de
adolescentes formando ruido. ¡Si pude ver incluso aviones de papel
revoloteando!
También observé que aparte de los
asientos de los profesores, quedaban tres asientos más. Uno estaba al
principio, donde se sentaron los callados, los estudiosos, o por supuesto, los
que querían dormir a toda costa sin que nadie les molestara. El siguiente se
encontraba en el medio. Ahí es donde se sentaban los que no tenían “objetivo”
marcado para el viaje hasta Málaga o claro, los que no saben lo que quieren, si
dormir o escuchar el follón que montarían los siguientes. El tercer lugar
estaba atrás del todo. Ahí era donde se sentaban los escandalosos, los que
querían juerga y pasaban de dormir. Tenía claro que yo no me iba a poner ahí ni
por todo el oro del mundo, así que, bien en el medio o bien delante.
Me senté en el medio. A mi lado,
estaba sentado Emmanuel, un compañero de clase. Procedía de Argentina, y vino a
España con la esperanza de una vida mejor con su familia. Para mí era todo un
ejemplo, abandonar tu país de nacimiento, a tu familia casi al completo,
renegar de tus raíces…debe ser duro, y con cinco años, pues bastante más. Como
era argentino, dominaba el español perfectamente, lo que le vino de perlas para
su integración dentro de nuestro grupo. Era un chaval majo a rabiar, por lo que
estuvo en mi círculo de amigos hasta el fin. Le miré, temeroso de que tuviera
ganas de charla, pues mi idea de viaje en autobús era escribir en el bloc de
notas de mi smartphone hasta que el vehículo se parase. Por suerte, su lengua
estaba muy lejos de allí, en el mundo de los sueños. Sí, este era de los del
primer grupo: Los dormilones. Me alegré, pues era el perfecto compañero de
viaje para ese momento, ya que me dejaría escribir sin que me molestase y sin
que yo pudiera perturbar su sueño. Plan perfecto. Saqué mi móvil del bolsillo
derecho del vaquero, y di rienda a la creatividad latente en mí.
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