La vida en un avión nunca estará hecha para mí, sin duda. No
sé qué es peor, si la paliza que te dan las azafatas con la seguridad en el
avión, o los mismos asientos. ¡Qué pesadilla!
Y lo peor no era esto, era que estaba completamente aislado
de mis compañeros. Me había tocado un asiento completamente alejado de todos,
en absoluta soledad. Por suerte, no hay mal que por bien no venga.
¿Que por qué?
Me tocó al lado de la ventana, vería subir el avión, ver
cómo la tierra, las personas, se iban haciendo pequeñas, cada vez más, como
hormiguitas. No pude evitar sonreír.
-¿Me dejas sentarte en tu sitio? Quiero estar al lado de la
ventana.
Salí de mis mundos y comprobé que a mi derecha, otra compañera
se encontraba en el pasillo del avión.
-Entonces, ¿me dejas el asiento? –repitió.
-No, lo siento, me hace falta ver los paisajes, para
describirlos y usarlos en mis textos, lo siento mucho, María.
-¡Qué desagradable eres a veces, niño! –gritó.
¿Encima? Te he respondido con la máxima educación que he
podido, diciéndote que lo que pides no es posible, ¿y me llamas desagradable?
¿Encima me insultas, estúpida? –quise responderle, no obstante, no hay mayor
insulto que un buen silencio en el momento apropiado. Recuerdo que se marchó
maldiciéndome por lo bajo, pero a esas cosas, con dieciséis años, uno no
debería hacerles caso.
Saqué mi pequeña libreta, con el bolígrafo entre sus
anillas, mientras miraba embobado por la ventanilla.
-Bonito, ¿verdad? –me preguntó alguien por detrás.
Esperando ver a otro de los pesados de mi clase, me llevé
una sorpresa cuando vi a un hombre de avanzada edad.
-Sí, es hermoso, ¿alguna vez ha viajado en avión, señor?
–pregunté cortés.
-Así es, chico. Mi hijo vive en Italia, y cada dos meses voy
a verle a él y a su familia, adoro a esos pequeños monstruitos. Son dos niños
de auténtica vitalidad.
-¿Qué edad tienen?
-Tres y siete años, son auténticas locomotoras.
Aquel anciano y yo hablamos durante casi todo el viaje.
Recuerdo perfectamente la vergüenza que pasé cuando me preguntó por la libreta
que sostuve en mis manos durante toda la conversación.
-¿Eres escritor, chico?
-Algo así, estoy empezando, bueno, “empezando”. Empecé desde
muy pequeño, pero muchas veces lo dejaba por estar falto de apoyos, hasta que
el año pasado volví a retomarlo.
-¿Y lo haces bien?
-La gente dice que sí, aunque yo sinceramente no me
considero ni bueno ni malo. Me gusta escribir, no hay más.
-¿Me permites? –dijo mientras acercaba la mano a mi libreta.
No dudé en prestársela, aquel hombre me inspiraba muchísima confianza.
-Tienes talento, chico, -dijo una vez leídas unas tres o
cuatro páginas de la libreta.
-¿De verdad lo cree, señor? ¡Muchas gracias!
-Sí, sin duda, como editor que soy te digo que puede que ser
que nacieras para esto.
-¿Es usted editor? –pregunté con el corazón casi al borde
del colapso.
-Era, me jubilé hace dos años, pero te aseguro que no
miento.
No pude evitar sentirme realizado, un hombre al que no
conocía de nada decía que “posiblemente hubiera nacido para escribir”. ¿Acaso
puede haber algo más estimulante?
-Sí, que ya está la cena, ¡a comer todos! –gritó Luca,
interrumpiendo.
-¡Ya vamos!
-¿De veras me vas a cortar la historia, abuelo? –preguntó
Leo, enfurruñado.
-Así es, la salud está antes que los cuentos de un viejo
loco.
-Sí, sin duda eres un viejo loco, abuelo, -pensó Leo.
Un viejo loco que en breves les daría un susto que haría que
sus corazones desbocasen.
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